domingo, 22 de febrero de 2015

Doctor, ¿qué tengo?

Enfermé de hiperliricismo.
Enfermé de hiperliricismo y ví un poema en cada resquicio de realidad.
Luché en vano por dormirme pero desistí y acepté el juego sin conocer las reglas y sin conocer el propósito.
Me creí poetisa por una noche y me crecí en mi propia imaginación.
Aún sabiendo que la poesía muere encarcelada en la palabra no me pude resistir a plasmarla en trazos de tinta, con la esperanza de que otra mente liberase la magia de estas letras y volase con ellas al lugar donde nacieron.
Tomé lápiz y papel como medio de transporte y me embarqué en esta peligrosa aventura de explorar lo más profundo de mi persona y de mi ser.
Llené folios, los ahogué con tinta sin intención de rescatarlos hasta que he caído exausta con el brazo dolorido y la mirada perdida, como quien acaba de pecar de onanismo.
Ahora ya sé cómo termina este juego.
He perdido.
He perdido varias horas enfrascada en un folio.
He perdido la noción del tiempo, he perdido el conocimiento y he despertado desorientada sobre estas líneas.
Sin embargo en eso consistía, gana quien es capaz de romper la realidad para viajar a un micromundo de palabras donde las letras no entienden de materia.
Gana quien buscando la belleza se encuentra a sí mismo, desnudo, incorpóreo, y aprende que no hay defectos sino características y peculiaridades.

He ganado.

jueves, 19 de febrero de 2015

¿Qué es la música?

Qué es la música sino el estremecimiento del alma, qué es sino la perfecta armonía entre razón y corazón que, cegados por el ansia de control, nos empeñamos en buscar entre números y fórmulas vacías.
Qué es la música sino la vida desde los ojos de un ciego, que ve las caricias, que ve los aromas, que escucha los colores, que olfatea la luz. Qué es, sino el fuego de la chimenea a quien adoro en los inviernos.
Qué es la música sino el amanecer de los atardeceres. Qué es sino el aliento del mar erizando la piel de mi cuello.

Qué es la música sino tú.

Qué es la música sino yo.



Sacapuntas

Hoy me siento en uno de esos días en los que todo aparentemente me sale bien mientras algo me está corcomiendo.
Hoy me siento lápiz en las últimas, me siento capaz de trazar quilòmetros de carboncillo con la presión de ir teniendo poco a poco que sacarme punta. 
En todos los comienzos el final parece lejano, pero yo contraje el síndrome de estocolmo y me encariñé de mi sacapuntas.
Creo que es hora de pegarle la patada a mi asesina. Matar o morir. Maldito el día en que asumí que la enemiga no está fuera, que la enemiga está en mí. 
¿Quién soy yo, entonces? Hoy no me puedo distinguir.

Dominante del dominante

Me embriagué del arte que reposa en tus arpegios, y borracha de escalas busco calma en cadencias perfectas.
Enloquecí al verme presa de tus cuerdas, creyéndome yo cuerda y descubriéndome danzando en el vibrar de tus cabellos.
Subí a las teclas negras y me dí de bruces contra un acorde nuevo que exploté, hasta aborrecerlo, en bosquejos de tinta que anoté sobre mis cejas.
Te escuché reir y sorprendí a mis ojos brillando, deseando oirte llorar cuando soy yo quien quiere mojar mi almohada.
Dominante del dominante, dominada por el efecto dominó de tus costillas cayendo al la, desde el chirriante do.
El placer supremo, pese el abandono al que te condené y al que me condené por creerme débil ante tus matices. Volveré, siempre vuelvo, siempre recaigo en el vicio maldito del fluir de dedos y el virar de ojos hacia una introspetiva, siempre incierta, hacia mis ganas de ser yo de nuevo, conmigo y sin tí, contigo y sin mí. Fusionándome en arcoiris de armonías y deslizándome hacia la nebulosa de semifusas que me harán perder el juicio y me abocarán a la cama, desde donde te admiro y te temo en esta noche fría.
Qué hipócrita, y qué tonta al no saber por qué me engaño creyendo que no nací para acariciarte y dudando de mis manos, si lo cierto es que cuantas más horas te echo, más te echo de menos, y no hay mayor villano que la pereza ni mayor cárcel que mi cama, que, aún con la reja abierta, me encadena con sus sábanas y no deja que te quiera como debería.

Mañana lucharé contra la desidia, o al menos eso dije ayer.


Modulación acromática

Luchando por la fuga en si mayor me he lamentado en un nocturno en si sostenido menor, y sin percatarme, me hallo sin armadura llorando por un capricho en no mayor.
Sin color, sin dolor.



El miedo mata

Cuántas veces habré rechazado al folio por miedo a descubrirme.
Y cuántas veces escribí, me describí, y luego renegué de mi obra por miedo a qué pensasen de mí.
Por miedo a parecer profunda, por miedo a parecer humana, por miedo a parecer débil.
No sé en qué maldito momento alguien impuso que la desnudez implicaba debilidad, pero lo cierto es que hoy me encuentro tan fuerte que no me importa abrirme, despojarme de muros y armaduras, y mostrarme yo, simplemente yo, sin temor al juicio ni a la habladuría.
Fue justo en el momento en que me descubrí cuando fuí de veras feliz y me vi sonriendo infinita ante un mundo gris.


Un minuto de silencio por todas esas poesías olvidadas en hojas arrugadas en el fondo de las papeleras de nuestros cuartos.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Me enamoré, por milésima vez.

Dicen que el amor de verdad no entiende de plural, pero lo cierto es que yo me enamoro todos los días.

Abrí los ojos y me enamoré de la viga que me observaba desde el techo. Odié el despertador, pero me enamoré del helor que retozaba en la mañana. Miré por la ventana y odié el edificio que me negaba disfrutar del horizonte pero me enamoré de dos palomas que revoloteaban en un balcón.

Me enamoré de todas y cada una de las gotas que al váter eché mientras mi vejiga sonreía desde bajo del ombligo, y odié despedirme de ellas cuando el torbellino de agua se las llevó.

Hablé al espejo, y al responderme mi reflejo lo odié por ser tan cruel y llevar esos pelos, pero me enamoré al mirarlo a los ojos y descubrirme yo, igual que el día anterior.

Amé al frigorífico y lo admiré durante un rato. Demasiado pensé para luego servirme el mismo vaso de leche de todas las mañanas. Lo odié, y mi lengua lo odiò cuando me quemé, así que pospuse nuestro amor un rato mientras acariciaba las hebras del tabaco que lié en un papel que encontré arrugado sobre la mesa.
Me enamoré del sonido del mechero y del chisporroteo del quemar el cigarro mientras arrestaba al humo en mis pulmones para luego indultarlo y liberarlo al viento, que me recordó dar una segunda oportunidad al magma ardiendo que me aguardaba en la taza.
Esta vez sí que lo amé, esta vez si que gocé cómo pasó por mi garganta y caldeó mi estómago.  Exprimí el cigarrillo y amé su muerte entre cuatro o cinco cadáveres más en el cenicero.

Miré el reloj y odié la hora que era, pero me enamoré perdidamente de mi indiferencia en torno a ella.
Cambié el pijama por unos vaqueros rotos y una sudadera desgastada, y vestí mis ojos con dos trazos y dos escobazos de tizón. Adorné mi boca con una sonrisa y, lejos de tornarme altiva, me enamoré de ella.

Amé mi abrigo cuando me cubrió, y amé la suavidad de las llaves cuando abrieron la puerta, y ya en la calle odié mi memoria y recordè, ya tarde, que mis guantes yacían solitarios sobre mi escritorio.
Amé mis bolsillos pues, y jugué a fumar con el vaho que exalaba.

Una mujer, apresurada, tiraba de la mano de su hija camino a la escuela, y tras ella una mochila de carro tintineaba sobre el relieve de la acera. Un hombre trajeado caminaba firmemente hacia su oficina, y una joven luchaba contra sus párpados mientras escuchaba música que aborrecía en sus auriculares y sostenía la carpeta de apuntes de derecho en la mano izquierda.
Un anciano pedía limosna tiritando en la valdosa, le dí un euro. Amé mi falsa generosidad y odiè mi desconfianza al imaginar que ese euro formaría parte de un chute de heroína, que puede que lo matase esa misma noche.

Me aburrí de mirar mis pasos, se me ocurrió alzar la vista, y amé hasta tal punto la arquitectura del centro de Granada que me sorprendí decidiendo olvidar la clase a la que ya llegaba media hora tarde, y perderme entre columnas y bajorrelieves.
Viajé por la ruta del deleite, volé sobre los pináculos de la catedral y me posé en varias cúpulas. Caminé cuesta arriba hacia el Albaycin y me deslicé por el olor de sus calles. Navegué por el paseo de los tristes y nadé a contracorriente con la vista cuando mis pies ya no podían avanzar más allá del puente. Vislumbré la Alhambra allá en lo alto, y la imaginé activa. Rompí la barrera del tiempo. Partí de Andalucía y me topé con Al-Andalus. Entonces desperté, y enamorada de mi sueño me sorprendí bailando al son de tres gitanos y dos guitarras en el mirador. Y me volví a enamorar de Sierra Nevada, que se insinuaba, blanca, tras la Alhambra.
Quise morir en el viento que besaba mi cara, para volar con él adónde él me llevara, y me llevó de vuelta a casa, donde me enamoré del mediodía a la carbonara, de las horas perdidas de la tarde leyendo un libro, y del anochecer que, a escondidas, se tornó noche y me devolvió a la cama, desde donde amé por última vez al día de ayer.

No hay verdugo sino víctimas

Lo que quemó el incendio no volverá. Tal vez no imaginaste que una pequeña llama pudiese arrasar un bosque entero.
Teníamos el paraíso y ahora lloras intentando en vano apagar las brasas que han quedado y que poco a poco se van quedando en ceniza.

No es ahora, no es ahora cuando tienes que intentar reconstruir tu mundo. El fuego no perdona y hay que cogerlo a tiempo. No puedes recrear lo que había con tan solo cenizas. No puedes dibujarnos con el humo que aún queda. Ya es tarde para lamentaciones, ya es tarde para promesas. Ya es tarde para los bomberos y ya es tarde para el agua. Ya todo se destruyó y nada queda de ello. No intentes volver atrás, no intentes replantar los árboles, no puedes intentar que el humo sea respirable.
No te quedes en el desierto.
Huye de las llamas, huye y déjame huir.
No grites a quien dejaste sordo, ni pidas a quien dejaste pobre.
No denuncies la masacre si al fin y al cabo tú fuiste quien encendió la cerilla.

La inmensidad de un charco

Tengo ganas de ver el mar, buscarme en el susurro de las olas, encontrarme en el chispeo de la brisa, y perderme en lo efímero de mis huellas en la arena.
Siento que me reclama, o más bien lo reclamo yo a él.

Quiero nacer y morir, rojiza, junto al sol todos los días. Florecer entre las brumas y brillar allá en lo alto apuñalando las nubes y recorriendo el cielo con despojos rectilíneos de una fuerza que se pierde en la materia.
Quiero agonizar en horizonte incierto y esconderme lentamente tras el magma frío de un volcán al que ya no le quedan energías, y ver cómo la luz se va ahogando entre lamentos de gaviotas y rugidos de oleadas, sufriendo porque amenaza la noche.

Reencarnarme blanca y despuntar sobre un confín, y arrasar toda una costa con destellos albinos.
Trepar escalinatas de constelaciones mientras admiro mi reflejo en ese espejo inquieto que todo lo calla y todo lo sabe… que todo lo oculta y todo musita incomprensible, trazando tormentas de calma en vaivenes de lava gélida.

Quiero nacer de las aguas, crecer en su cresta y morir suavemente en la playa.

Quiero representar mi función sin más espectadores que los astros, pupilas del firmamento riendo mi comedia, sollozando mi drama, suspirando mi tragedia con su aliento hacia mi nuca, y aullándome al oído, despacio, que nada sabe el mudo de su sordera… que nada sabe el vidente de los colores que ve el ciego.
Y qué sabrán los cuerdos de la locura más que números y fórmulas, si me basta una gota de realidad para comprender que hay un mar de fantasía.

Dónde queda la utopía si se realiza. Qué poco pesan los sueños. Qué alto vuelan los niños si de mayores siguen siendo pequeños.

Me siento hoy como el agua que se inmola contra las rocas. Qué buscarán las olas en la orilla, que no dejan de asaltarla.

Busco cobijo en la aurora que me arropa y me protege de las navajas de las cimas de las montañas, que forma un mar en el cielo y un paraíso en el océano.

Sé que hay más de lo que veo, sé que hay más música que la que puedo escuchar. Sé que hay más escoria que la que puedo oler, y más luces que los que con la nariz puedo ver. Pero hoy me conformaría con rozar la aspereza de un atardecer con mis dedos, y con fundir mis ojos en el humo de un incienso anaranjado y caer al abismo marítimo con sus algas danzantes tras rozar con los labios la piel salada del charco que hoy soñé mar en las calles mojadas de Granada.