Dicen que el amor de verdad no entiende de plural, pero lo cierto es que yo me enamoro todos los días.
Abrí los ojos y me enamoré de la viga que me observaba desde el techo. Odié el despertador, pero me enamoré del helor que retozaba en la mañana. Miré por la ventana y odié el edificio que me negaba disfrutar del horizonte pero me enamoré de dos palomas que revoloteaban en un balcón.
Me enamoré de todas y cada una de las gotas que al váter eché mientras mi vejiga sonreía desde bajo del ombligo, y odié despedirme de ellas cuando el torbellino de agua se las llevó.
Hablé al espejo, y al responderme mi reflejo lo odié por ser tan cruel y llevar esos pelos, pero me enamoré al mirarlo a los ojos y descubrirme yo, igual que el día anterior.
Amé al frigorífico y lo admiré durante un rato. Demasiado pensé para luego servirme el mismo vaso de leche de todas las mañanas. Lo odié, y mi lengua lo odiò cuando me quemé, así que pospuse nuestro amor un rato mientras acariciaba las hebras del tabaco que lié en un papel que encontré arrugado sobre la mesa.
Me enamoré del sonido del mechero y del chisporroteo del quemar el cigarro mientras arrestaba al humo en mis pulmones para luego indultarlo y liberarlo al viento, que me recordó dar una segunda oportunidad al magma ardiendo que me aguardaba en la taza.
Esta vez sí que lo amé, esta vez si que gocé cómo pasó por mi garganta y caldeó mi estómago. Exprimí el cigarrillo y amé su muerte entre cuatro o cinco cadáveres más en el cenicero.
Miré el reloj y odié la hora que era, pero me enamoré perdidamente de mi indiferencia en torno a ella.
Cambié el pijama por unos vaqueros rotos y una sudadera desgastada, y vestí mis ojos con dos trazos y dos escobazos de tizón. Adorné mi boca con una sonrisa y, lejos de tornarme altiva, me enamoré de ella.
Amé mi abrigo cuando me cubrió, y amé la suavidad de las llaves cuando abrieron la puerta, y ya en la calle odié mi memoria y recordè, ya tarde, que mis guantes yacían solitarios sobre mi escritorio.
Amé mis bolsillos pues, y jugué a fumar con el vaho que exalaba.
Una mujer, apresurada, tiraba de la mano de su hija camino a la escuela, y tras ella una mochila de carro tintineaba sobre el relieve de la acera. Un hombre trajeado caminaba firmemente hacia su oficina, y una joven luchaba contra sus párpados mientras escuchaba música que aborrecía en sus auriculares y sostenía la carpeta de apuntes de derecho en la mano izquierda.
Un anciano pedía limosna tiritando en la valdosa, le dí un euro. Amé mi falsa generosidad y odiè mi desconfianza al imaginar que ese euro formaría parte de un chute de heroína, que puede que lo matase esa misma noche.
Me aburrí de mirar mis pasos, se me ocurrió alzar la vista, y amé hasta tal punto la arquitectura del centro de Granada que me sorprendí decidiendo olvidar la clase a la que ya llegaba media hora tarde, y perderme entre columnas y bajorrelieves.
Viajé por la ruta del deleite, volé sobre los pináculos de la catedral y me posé en varias cúpulas. Caminé cuesta arriba hacia el Albaycin y me deslicé por el olor de sus calles. Navegué por el paseo de los tristes y nadé a contracorriente con la vista cuando mis pies ya no podían avanzar más allá del puente. Vislumbré la Alhambra allá en lo alto, y la imaginé activa. Rompí la barrera del tiempo. Partí de Andalucía y me topé con Al-Andalus. Entonces desperté, y enamorada de mi sueño me sorprendí bailando al son de tres gitanos y dos guitarras en el mirador. Y me volví a enamorar de Sierra Nevada, que se insinuaba, blanca, tras la Alhambra.
Quise morir en el viento que besaba mi cara, para volar con él adónde él me llevara, y me llevó de vuelta a casa, donde me enamoré del mediodía a la carbonara, de las horas perdidas de la tarde leyendo un libro, y del anochecer que, a escondidas, se tornó noche y me devolvió a la cama, desde donde amé por última vez al día de ayer.